Ensayo escrito en junio de 2011.
La palabra y el concepto paz son hoy utilizados por todo el mundo. Aunque con significados y propósitos muy diferentes. El Sistema, por ejemplo, ha encontrado en ellos un instrumento de increíble eficacia para engañar a todo el mundo. También la Iglesia utiliza la cantinela de la paz como el estandarte casi exclusivo de su Pastoral: de hecho, como tema de predicación, ha sustituido al del Evangelio; si bien es de justicia reconocer que, cuando muchos Pastores hacen verborrea sobre la paz, ni siquiera saben de lo que están hablando.
Otros más avisados, reconociendo los abusos y los engaños que se llevan a cabo a costa de la paz, han denunciado lo que ellos han llamado la mentira del pacifismo. El problema es de enorme actualidad y, por supuesto, más bien complicado.
Es indudable que la doctrina con respecto a la paz, tal como está siendo divulgada hoy en la Iglesia, ha sufrido una notable alteración en relación a su significado en el Nuevo Testamento. Cuando la Pastoral y la Teología actuales hablan de la paz, en realidad se refieren a ella en el sentido en que la entiende el Mundo (ausencia de guerras). Lo cual es cosa que nadie se atreverá a negar, dado que los documentos escritos y orales son tan numerosos que llenarían bibliotecas. Sin embargo, ante un sereno estudio de la cuestión, no dejan de suscitarse problemas que hacen difícil la aceptación de esa orientación doctrinal.
En primer lugar, el concepto de paz según el Mundo, no sólo es ajeno a las enseñanzas del Nuevo Testamento, sino que incluso es contrario a él. A lo que debe añadirse el hecho de que al fin se resuelve en pura utopía; lo que lo convierte en algo tan irrealizable como falso.
El concepto de paz según el Mundo nada tiene que ver con la paz que Jesucristo quiso dejar como legado a sus discípulos: La paz os dejo, mi paz os doy… (Jn 14:27). Comienza el Señor, como puede verse, diciendo a sus discípulos que les deja la paz. Así, en sentido general. Pero tal concepto genérico de paz no debe separarse de la forma como la entiende el Maestro. Puesto que la paz, tal como Él la concibe, es la única posible y la única que merece ese nombre. Por eso habla a continuación e inmediatamente de mi paz, donde el adjetivo posesivo es bastante elocuente para decirlo todo con la suficiente claridad. Jesucristo se refiere, por lo tanto, a su paz, y no a ninguna otra. Quedando bien claro que se trata de la que Él entiende como la única paz. De todos modos, y por si acaso aún quedaba alguna duda, pone cuidado en declarar de manera expresa, a continuación y en el mismo versículo, que su paz no es la que el Mundo entiende como tal: No os la doy como la da el mundo (Jn 14:27).
Según lo cual, e independientemente de que los clásicos unieron siempre la idea de la paz a la de la justicia (Sal 85:11; Is 48:18; Ro 14:17), es evidente que el concepto cristiano de paz, no solamente es distinto al del Mundo, sino que probablemente son incluso contrarios. Con respecto a la paz según el Mundo, debe tenerse en cuenta que la mera ausencia de guerra anda lejos de ser considerada como un valor absoluto: puesto que siempre han sido admitidas como válidas las doctrinas de la legítima defensa y de la guerra justa. Por otra parte, tampoco puede darse de lado al hecho de que las doctrinas y creencias según el Mundo suelen ser contrarias a las cristianas: Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos; oráculo del Señor (Is 55:8; cf Ro 11: 33–34).
Así las cosas, ¿cómo se explica que la Pastoral y la Teología católicas hayan dejado de insistir en el concepto de paz cristiana para adoptar el de la paz según el Mundo?
Y otra vez aparece el miedo como posible factor de impulsión de ciertos comportamientos: ¿Temor a que los planteamientos cristianos no sean aceptados por el Mundo, y de ahí que se haya decidido adoptar los de éste para lograr, de la forma que sea, un acercamiento…?
De ser esto cierto no quedaría sino concluir que semejante toma de posiciones, defendida incluso por parte de la Jerarquía de la Iglesia, es susceptible de dar lugar a nefastas consecuencias.
Ante todo, porque el Mundo nunca aceptará un consenso con los puntos de vista cristianos. Jamás estará de acuerdo con cualquier doctrina que contemple siquiera una huella de contenido cristiano, como ha quedado bien demostrado en multitud de ocasiones. Siempre que la Iglesia ha procurado un cierto acercamiento, o ha propiciado el diálogo (bien sea con respecto al Mundo, o bien sea con las otras Iglesias), ha sido Ella la que ha cedido sin recibir contraprestación alguna. Por otra parte, no es posible aceptar la posibilidad de un consenso entre doctrinas de contenido distinto e incluso contrario (2 Cor 6: 14–15). A no ser que se parta del supuesto de admitir la verdad de todas las religiones, tal como hace el Ecumenismo sincretista bajo la influencia de las filosofías idealistas y personalistas. En definitiva, la unión por encima de todo; por más que haya de lograrse también a costa de la verdad.
Hemos dicho que la pretensión de un pacifismo a ultranza, con ausencia total de guerras, es una utopía. O si se prefiere decirlo de otro modo, es una falsedad que atenta a las creencias del Pueblo Cristiano. Siempre habrá guerras en el mundo, como tienen bien demostrado la experiencia de la Historia y el sentido común de cualquiera que piense. Los historiadores serios sonreirían ante la idea de que los esfuerzos por la paz bien valen la pena, como objetivo seguro a lograr en un plazo más o menos lejano. Por nuestra parte, no vamos a hacer pronósticos ni a perorar respecto al futuro. Pero es la misma Escritura la que afirma claramente que siempre habrá guerras entre los humanos, y hasta más intensas y frecuentes a medida que se aproximen los Últimos Tiempos (Mt 24: 6–7; Mc 13: 7–8; Lc 21: 9–11; Ap 13:7). San Pablo se burla de los pacifistas que por aquél entonces todavía andarán clamando por la paz: Así pues, cuando clamen: “Paz y Seguridad”, entonces, de repente, se precipitará sobre ellos la ruina, como los dolores de parto de la que está en cinta, sin que puedan escapar (1 Te 5:3). Y ya mucho antes, el profeta Jeremías increpaba a los que pretendían engañar al Pueblo con promesas de una paz que, en realidad, nunca llegaría: Pretenden curar el quebranto de mi Pueblo diciendo a la ligera: “¡Paz, paz!”, cuando no hay paz (Jer 8:11). Y por si alguien albergara todavía alguna duda, con respecto al momento histórico en el que nos hallamos, ahí están el comercio de armas cada vez más extendido, la descabellada carrera por conseguir los armamentos nucleares, la actividad del terrorismo ahora ya sin fronteras, el peligro inminente de una nueva Guerra Fría —si es que no estamos inmersos en ella—, la actualidad de conflictos calientes en diversos lugares del mundo, etc., etc.
Ante estos planteamientos la Iglesia no puede dedicarse a defender utopías doctrinalmente. Ni menos aún a adoptar posturas de entreguismo. Traicionaría aquello en lo que consiste su propia misión, que no es otra que proclamar la verdad, ocurra lo que ocurra, en orden a la salvación de los hombres.
Por eso resultan difíciles de entender para muchos cristianos las Jornadas Ecuménicas de Oración por la Paz. ¿Realmente está la Iglesia convencida de que es posible esa Paz Universal, la cual, por otra parte, es entendida en tales eventos en el sentido mundano, a saber: ausencia de guerras...? (de no ser así las otras religiones cristianas, por no hablar de las no cristianas, no participarían en los Encuentros) ¿Es posible que la Iglesia crea que rezando al verdadero Dios, en comunión y armonía con los otros dioses, el Cielo va a dispensar, efectivamente, esa paz tan ansiada...? ¿Alguien podría asegurar que Dios está conforme en formar Sociedad con tales seres, dioses o lo que sean, y además de igual a igual...?
Pero cometería, sin embargo, una grave equivocación quien creyera que esta situación se debe a un mero error de estrategia, por parte de los pastoralistas de la Iglesia.
El estado actual de la Iglesia —bastante complejo y delicado, muy bien trazado con líneas seguras que convergen inteligentemente hacia un punto de total destrucción— no podría ser producto de la casualidad, así como tampoco de una extraña conjunción aleatoria de determinadas circunstancias históricas: como si hubiera surgido por encantamiento o algo parecido. En realidad es el resultado de un plan bien ideado por mentes preparadas que han sabido ponerlo en práctica, paso a paso, hacia un final previsto y seguro. Y aquí es obligado aludir a la Masonería, principal agente inductor de esta conspiración para la que se ha valido, como herramientas principales para su infiltración en el Organismo eclesial, del Modernismo y del Marxismo.
También se ha utilizado el recurso de sembrar la confusión. Unas veces aludiendo a presuntas obligaciones por parte de los creyentes; como la de la obediencia (muy bien manipulada o instrumentalizada en este caso), o la de la apelación a un pretendido espíritu del Concilio, refiriéndose al Vaticano II; empleadas ambas contra todos los que no se someten a las pretensiones y planteamientos de tales manipuladores. Otras veces la difusión de la confusión es mucho más grave, puesto que utiliza el procedimiento de cuestionar los dogmas, la veracidad de los Evangelios, la historicidad de la Persona de Jesucristo, o incluso esparciendo errores en cuestiones de Moral.
La utilización de tamaños procedimientos ha producido gran confusión entre los creyentes y ha dado lugar a una situación delicada. La crítica al Magisterio anterior al Concilio Vaticano II, que no por disfrazada deja de ser real, no solamente ha debilitado los cimientos del secular Magisterio de la Iglesia hasta este acontecimiento, sino que además, y por exigencias de la más elemental Lógica, también ha cuestionado el Magisterio de este último Concilio y al que ha pretendido después aplicar sus doctrinas. Si se defiende que el Magisterio anterior, ya sea por obsoleto, o ya por adaptarse a circunstancias históricas que en este momento ya no tienen relevancia, ha perdido su autoridad y no puede continuar exigiendo el asentimiento de los fieles, no hay sino concluir que las mismas razones se pueden aplicar al Magisterio actual o al que lo continúe. Si anteriores Concilios ya no se consideran válidos argumentando desde el último, es indudable que este último también puede ser descalificado argumentando desde los anteriores..., o de los que se convoquen posteriormente. El resultado final es la destrucción de todo el Magisterio. Con lo que resulta difícil dejar de recordar las doctrinas personalistas: la verdad solamente es válida, alternativamente, para mí, para ti, o para el otro; y además aquí y ahora, pero nada más.
Las naturales consecuencias de lo que acabamos de decir eran de esperar. La Iglesia se ha encontrado dividida y hasta han aparecido los cismas. Los cuales han sido formales y de derecho algunas veces, como el del Obispo francés Lefebvre, y otras meramente de hecho, como el que existe en amplios sectores de las Iglesias europeas y norteamericana, por no hablar de los producidos en la suramericana con motivo de la Teología de la Liberación.
No deja de ser curiosa la gran diferencia en cuanto a la energía desplegada por Roma con respecto a unos y a otros. Mientras que los seguidores del Obispo Lefebvre han sido tratados con pocas o ninguna consideración, la multitud de Obispos, sacerdotes y religiosos, herejes y cismáticos declarados, que pululan por Europa, se han visto considerados por el Vaticano con deferencias tan delicadas que inducen a pensar, por parte de la Iglesia, en una paciencia y tolerancia casi infinitas. Por no hablar aquí del benevolente trato recibido por la Iglesia Nacional China y por tantos religiosos y Obispos de la Teología de la Liberación.
La postura actual de la Teología católica en el caso de Lutero es cuando menos cómica, si no trágica. Lutero es el heresiarca que más daño ha ocasionado a la Iglesia en toda su Historia. Consiguió dividir la Iglesia de tal manera que la escisión aún perdura, después de tantos siglos; además de la desaparición definitiva de Europa como grupo de naciones unidas por el vínculo de una misma fe y unos valores comunes, entre otras muchas cosas. Sin embargo, la posición actual de la Teología y de la Pastoral católicas es la de que tenía razón en casi todo lo que decía. O tal vez en todo, según algunos. Su Santidad Benedicto XVI llegó a decir, acerca del delicado problema del dogma de la justificación, que Lutero tenía razón en cuanto a su doctrina de la sola fe (Discurso de 11 de Noviembre del 2008), aunque nosotros hayamos de matizarla con los complementos necesarios. El problema se plantea, sin embargo, cuando se considera que Lutero rechazaba expresamente tales complementos. No es extraño, por lo tanto, que haya surgido en el seno del Catolicismo una campaña en favor de su rehabilitación.
Con semejantes manejos se ha dado lugar a que se introduzca en el seno de la Iglesia una extraña división capaz de hacer las delicias del Príncipe de las Tinieblas, a saber: cristianos tradicionalistas, de un lado, y cristianos conciliares (de la Iglesia Conciliar), de otro. Estrambóticas denominaciones que contradicen la perenne creencia de que todos los cristianos son tradicionalistas; puesto que la Tradición es una de las fuentes de la Revelación, sin la que no puede existir el auténtico cristianismo. En cuanto a la llamada Iglesia Conciliar, se trata de un epíteto susceptible de dar lugar a consideraciones capaces de ser elegidas al gusto de cada uno.
De todas formas es necesario admitir que las denuncias contra la Iglesia, formuladas en un determinado momento histórico, pueden ser verdaderas en parte, o incluso en su totalidad (como parece haber ocurrido en el caso del lefebvrismo). Sin embargo a nadie le es lícito separarse de la legítima Jerarquía, según aquello de ubi Petrus, ibi Ecclesia. En realidad estamos ante otro aspecto del inevitable destino de los seguidores de Jesucristo: sometidos a una Jerarquía, quizá corrompida, como algo que forma parte de la Cruz que su vocación les impone como condición necesaria. Cruz quizá tan tremenda como pesada, pero que los discípulos de Cristo, a imitación de su Maestro, han de soportar. Una vez más se impone una verdad —Fuera de la Iglesia no hay salvación— capaz de hacernos recordar las palabras que San Pedro dirigió en cierta ocasión a Jesucristo: Señor, ¿a quién iremos…?
Lo más grave es que la actitud de temor, traducida en un asustadizo y fatal entreguismo, es contraria a algunos postulados de la existencia cristiana. Claramente expresados en la Revelación del Nuevo Testamento y que han formado parte, durante siglos, del acervo doctrinal y de la tradición y alma de la Iglesia.
El Cristianismo no es la religión del confort, ni ha sido nunca norma suya la de huir de las complicaciones. No encamina a sus adeptos por la senda ancha, o aquélla que según Jesucristo lleva a la perdición; sino por la estrecha y empinada que conduce a la vida, también según el Maestro (Mt 7: 13–14). De ahí que quien se decida a vivir conforme al Evangelio tiene asegurada una existencia cargada de complicaciones, obligada a mantener una lucha continua ante constantes contradicciones y susceptible en convertirse en persecuciones de toda índole; las cuales pueden llegar a ser tan graves como para ocasionar la pérdida de la vida (Mt 5:10; 2 Tim 3:12).
La actitud de entreguismo y de renuncia a la lucha se oponen a un punto fundamental del Mensaje Evangélico, precisamente para el cual Jesucristo, según su propia afirmación, había venido a la Tierra. Pero conviene traer a colación sus propias palabras, por lo demás bien claras y terminantes (Mt 10:34):
No creáis que yo he venido a la tierra a traer paz; pues no he venido a traer paz, sino espada.
Por supuesto que se trata de una metáfora, según el Maestro acostumbraba hacer en algunas ocasiones (Mt 5: 29–30; 18: 6.8–9; Mc 9: 42.45.47;). Él no había venido a promover las guerras. Sin embargo, tal como es propio de esta clase de tropos, también en este caso la metáfora guarda una íntima relación con la realidad. Algo así como si se dijera que es una figura del lenguaje, pero con fundamento real. Y como no era misión del Maestro (que no escribió nada), ni de los que recogieron por escrito sus enseñanzas, la de elaborar florituras literarias, es evidente que aquí está contenida alguna seria afirmación: Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida (Jn 6:63). Además, por lo que se refiere a este caso y precisamente porque lo que se dice es importante, habrá de quedar expresado con la suficiente claridad.
Como así es, en efecto. La increíble invitación que Jesucristo propone supone para el hombre el riesgo propio de una gran Aventura. Grande en su importancia, difícil de llevar a cabo y hasta temeraria en cuanto a sus resultados. Puesto que implica para él decisivas consecuencias que habrán de decidirse en una única alternativa: o la Felicidad Perfecta para siempre, o su pérdida también para siempre. Con el consiguiente fracaso de su existencia para toda la eternidad, en este último caso.
Lo que se deduce de las palabras de Jesucristo, referentes al destino de sus discípulos durante su peregrinaje terreno, es cuando menos inquietante. La presencia en el mundo del Dios hecho Hombre, junto con la misión para la que ha venido, tienden a provocar entre los humanos, discípulos o no discípulos, una actitud a la que se puede calificar de turbadora, comprometida y comprometedora. Él no vino a traer la paz a la Tierra. Por lo menos no como es entendida la paz por el Mundo, el cual solamente la concibe como situación de tranquilidad y bienestar imaginados a la manera humana. Situación que, incluso sin tener en cuenta contenido alguno sobrenatural, ya fue hecha imposible para siempre por el mismo hombre. Puesto que fue el pecado el que introdujo en el mundo el dolor, la desgracia, la inquietud, la inseguridad, los sufrimientos y, en último término, la misma muerte. Ya hemos dicho más arriba que la búsqueda de ese mundo idealizado por el entendimiento humano, que nunca alcanzará por sí solo tan altas cotas, es una utopía. Y la Iglesia no puede adulterar el contenido de su Mensaje. Ni escamoteando o revistiendo de eufemismos las palabras de Jesucristo, ni trocando su sentido. Al fin y al cabo, tanto para unos como para otros, Él es
la piedra angular; piedra de tropiezo y roca de escándalo,
según San Pedro (1 Pe 2: 7–8). Por eso, justamente después de haber afirmado que Él no ha venido a traer la paz, sino la espada, a fin de que no quede la menor duda y pese a la posibilidad de hacer aún más profundo el desasosiego en el corazón de los hombres, añade a continuación (Mt 10: 35–36):
Porque he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su propia casa.
De nuevo nos encontramos con las figuras del lenguaje. Por supuesto que nadie ha pensado que Jesucristo pretendiera sembrar enemistades, y menos aún entre seres queridos y demasiado próximos. Su mandamiento primero y que los resume todos es el del amor: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como Yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13: 34–35). Aunque cabe preguntar entonces acerca del sentido de las palabras arriba pronunciadas. Pues es evidente que el Maestro está hablando en serio. Y de ahí que el contenido de su pensamiento, profundo y fundamental, posea un alcance que va más allá de lo que una interpretación superficial podría suponer. Tal como vamos a tratar de ver.
Pero conviene insistir antes en otro punto importante. Porque el significado de las palabras de Jesucristo se halla en el lugar más opuesto a un Cristianismo descafeinado y desvaído. Que es el que suelen manejar actualmente los teólogos y pastoralistas católicos. Bien entendido que el término pastoralistas abarca aquí también a la Jerarquía eclesiástica (o al menos a parte de ella), que es en definitiva quien pone en práctica la Pastoral. Con lo que nos situamos lejos de ciertas posiciones de entreguismo y deserción, que son consecuencia, a su vez, de complejos de inferioridad y de temor, de intereses oportunistas y hasta de apostasías más o menos encubiertas.
Las palabras de Jesucristo ponen de manifiesto que el Cristianismo no es una religión de eclecticismos, de sincretismos, de medias verdades, de acuerdos entre religiones (conseguidos, por lo general, mediante un consenso que prescinde de la verdad), de mano tendida al error, de concesiones a quienes no vacilan en atacar descaradamente a la Iglesia, de incomprensiones y hasta de persecuciones a aquéllos que, por no prestarse al juego, han optado heroicamente por la fidelidad a los principios inconmovibles de la Fe. El Cristianismo no es una doctrina de debilidades o de conformismo. Precisamente por ser una religión de claridad, no le van bien las palabras ambiguas —Dios es luz y no hay en Él tinieblas de ninguna clase (1 Jn 1:5)—, ni la falta de firmeza o de decisión. De ahí la aparente dureza de sus exigencias y el rigor y solidez de sus enseñanzas. En definitiva, el Cristianismo es la proclamación de una íntima relación de amor entre Dios y los hombres, con todo lo que de eso se deriva. Nada tiene que ver, por lo tanto, con las artificiosas doctrinas de las religiones orientales: la búsqueda del nirvana, la disolución del hombre mediante su transformación en el Todo, el dominio de la mente y del dolor, el estoicismo ante los fines ineludibles del hombre cuales son el Destino y la Nada… La postura entreguista supone traicionar lo más fundamental de las relaciones que Dios ha querido mantener con el hombre.
El lenguaje ambivalente, ambiguo y equívoco, es un arma eficaz utilizada hoy por el Modernismo dentro de la Iglesia, tanto en la Dogmática como en la Pastoral. Suele emplear términos tradicionales, aunque con la posibilidad de ser interpretados en el sentido en que lo entienden las doctrinas modernistas. De este modo se convierten en conceptos blindados, inmunes a las posibles reacciones de la sana doctrina. Después corresponde a la praxis, inteligentemente manejada, orientarlos en la dirección modernista. Así pueden ser empleados como armas ofensivas y defensivas a la vez. Lo cual significa que se difunde su sentido modernista entre la mayoría, al mismo tiempo que se mantiene en reserva el tradicional ante la posibilidad de que aparezca algún tipo de contestación. El procedimiento emplea muchas variantes, todas bien estudiadas y utilizadas oportunamente, y cuya descripción pormenorizada requeriría un manual. Se emplea con toda normalidad en la Pastoral diaria, aunque su mayor influencia se ejerce a través de multitud de Documentos, emitidos por variadas fuentes a partir del Concilio Vaticano II. Parece innecesario añadir que ha logrado su propósito de confundir a una gran multitud de fieles.
Son pocos los que se dan cuenta de que la manipulación del lenguaje —realizada mediante una inteligente operación de disfraz y camuflaje— llevada a cabo, tanto por los Poderes políticos como por la Teología progre, además de medio eficaz para destruir la Fe del Pueblo cristiano, supone un ataque directo a los métodos didácticos del Evangelio.
Acerca del lenguaje evangélico, que es firme y claro a la vez que profundo, hay que señalar, sin embargo, que profundo no significo oscuro. El Evangelio encara directamente los problemas y no los disimula, al mismo tiempo que llama a las cosas por su nombre y señala sin vacilación los caminos a seguir. Y de ahí que a menudo produzca una cierta sensación de dureza e inflexibilidad. Lo cual explica su susceptibilidad para dar lugar a la tendencia, por otra parte comprensible en una naturaleza débil como es la humana, de ser interpretado, o bien con excesiva suavidad (difuminando y rebajando su contenido, a modo de café descafeinado o de leche desnatada), o bien pasando sobre él aparentemente de forma descuidada (como si sus enseñanzas no estuvieran ahí, o no hubieran sido advertidas).
Mientras que, por el contrario, el lenguaje utilizado por el Modernismo es oscuro, ambiguo y especialmente apto para producir confusión. Al revés de lo que sucede con el lenguaje escueto y llano del Evangelio, el lenguaje progresista se reviste de un vocabulario seudo culto, pomposo, florido y barroco, con aires de seriedad científica, y una insinuante pretensión de su aptitud para ser plenamente entendido solamente por personas cultas. Tal matiz de seriedad altamente científica le proporciona un marchamo de notoriedad y un eficaz aval de certeza; con un resultado para ingenuos que es casi infalible. De esa forma embrolla las cuestiones y produce la confusión deseada como paso imprescindible, al fin y al cabo, para conseguir que se tambalee la Fe de los débiles.
Así pues, y siempre según su propia afirmación, Jesucristo ha venido al mundo a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre…, etc. Con lo que queda claro que el lenguaje evangélico no es el de la Pastoral moderna ni el del Magisterio actual de la Iglesia. Pese a que este último se enfrenta a la mayor crisis que ha padecido la Iglesia y de que más que nunca, por lo tanto, serían necesarias instrucciones claras y enérgicas correcciones de rumbo. De no hacerlo así, el Rebaño de Cristo se expone a sufrir una inanición espiritual de efectos devastadores; como está demostrando claramente el alarmante número de deserciones y apostasías que está padeciendo la actual Iglesia.
Hace falta con urgencia un Magisterio auténtico, bien fundamentado en los valores sobrenaturales y en la doctrina neotestamentaria, lo suficientemente valiente como para no temer enfrentarse al Mundo. Ni el Magisterio ni la Pastoral pueden ejercer sus funciones mirando al Mundo, sino solamente a Aquél que es el único Maestro (Mt 23:8; Jn 13:13) y Gran Pastor de las ovejas (Heb 13:20). Adoptar otro modelo de conducta sólo puede conducir al fracaso y al extravío de las almas.
Afortunadamente para los hombres, Jesucristo no se vio nunca en la necesidad de entablar relaciones diplomáticas con ningún país. Ni se sintió obligado a tener en cuenta que, hablando frente a los media, tendría que cuidar sus reacciones y medir el alcance de sus palabras; actitudes que, al fin y al cabo, están causando la anulación de la Pastoral actual. O todavía peor si cabe, puesto que la predicación sin contenido o desencaminada produce un extraordinario daño a las almas: Os digo que de toda palabra vana que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio (Mt 12:36; cf 2 Cor 2:17). Aún no había aparecido en la Iglesia lo que algunos han llamado el lenguaje episcopal, ni existían demasiadas preocupaciones por las reacciones negativas que podría suscitar la proclamación de la verdad. Así se explica que el lenguaje de Jesucristo, tan contundente como incisivo, parezca ahora apto para escandalizar a la Pastoral moderna (Mt 10:37):
Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
Los Padres de la Iglesia utilizaron con frecuencia la expresión Adversus Hæreses (Contra los Herejes) como título genérico de sus obras; verdaderas diatribas dirigidas contra los herejes de turno. Pero, dado que hoy se considera intolerable la actitud de actuar, de hablar o de escribir Contra alguien, serían inflexiblemente condenados.
Claro que la prohibición absoluta de condenar contempla una importante excepción: cuando se trata de enemigos del Sistema. En cuyo caso se lanzan contra ellos toda clase de excomuniones, anatemas, condenaciones, interdictos, entredichos, deviedos y malditos.
Son muchos a los que parece no importar demasiado que los lobos dispersen y devoren el rebaño. Están convencidos de que es mejor salir a su encuentro con la mano tendida y total disposición al diálogo. El problema estriba en que resulta difícil creer en la capacidad de dialogar de los lobos, como atestigua la diaria experiencia de su actitud refractaria a cualquier intento de razonar. Lo que sí demuestra, en cambio, la experiencia de cada día es que la disposición al diálogo no es sino un sinónimo de la disposición a ceder en las propias posiciones.
Resulta bastante difícil admitir la existencia de mala fe en ciertas personas, así como también en su disposición a creer en la conveniencia de pactar con el Diablo. ¿Cómo fue posible que la Iglesia se comprometiera, mediante Pacto expreso, a no condenar el Comunismo en el Concilio Vaticano II y ni siquiera a nombrarlo? ¿Estaban realmente convencidos los Papas Juan XXIII y su sucesor Pablo VI acerca de que el Marxismo iba a respetar el Acuerdo? ¿Y de verdad existía proporción entre lo que se daba y lo que se recibía a cambio? Por otra parte es cierto que siempre será posible alegar, en favor de ambos Pontífices, con respecto a que la eventualidad de paliar los sufrimientos de la Iglesia perseguida era una buena opción… Aunque altamente dudosa en cuento a su cumplimiento, como confirmaron ampliamente los hechos. Sin embargo, aun en el caso de que el Acuerdo hubiera sido respetado por el Comunismo (cosa bastante improbable), parecería necesario haber tenido en cuenta, mediante un sereno balance de los pros y de los contras, la confusión y el escándalo que, con toda probabilidad, iban a producirse en el conjunto del Pueblo cristiano. Sin olvidar tampoco que el sufrimiento es una cualidad inherente y consustancial a todos los cristianos, bien sean considerados individualmente o bien como Rebaño o Cuerpo de Cristo. No puede, por lo tanto, el sufrimiento ser calificado como una desgracia a evitar a toda costa. Por laudables que sean los esfuerzos que se realicen en obediencia al mandamiento de la caridad, ya para mitigarlo, o ya para hacerlo desaparecer, no siempre será posible conseguirlo. A lo que hay que añadir que el hecho de compartir la Pasión y la Muerte del Señor pertenece a lo esencial de la existencia cristiana. La Historia depara no pocas sorpresas. Y si bien no es posible dudar de las buenas intenciones de la Jerarquía eclesiástica, es preciso reconocer, ante la evidencia de la veracidad histórica en este caso concreto, que el resultado no ha sido otro que un fracaso absoluto y causante de muy graves daños.
Resulta difícil hacer extensiva la presunción de buena fe a otros casos cuya transcendencia es bien conocida. Es tarea ardua la de intentar creer en la ingenuidad e inocencia de personas bien preparadas y constituidas en cargos de grave responsabilidad. Aunque ya se haya aludido antes al tema, es imposible evitar que el lenguaje ambivalente del neomodernismo, utilizado hoy día por tantos teólogos y Pastores de la Iglesia, sea altamente cuestionable en cuanto a su intención. Sólo Dios es capaz de juzgar lo que hay en el corazón de los hombres, aunque a veces los hechos parezcan harto elocuentes. Mientras tanto, he ahí una importante cuestión a estudiar por la Historia.
Aunque resulte escandaloso para algunos que tratan de ignorarlo, Jesucristo insiste en un lenguaje cada vez más incisivo (Lc 14:26):
Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.
De donde se deduce que ya no se trata meramente de enfrentar, sino también de odiar. Más difícil todavía. ¿Y qué dice a esto la Pastoral moderna…? Pero antes de intentar una respuesta y examinar las palabras del Maestro, conviene llamar la atención sobre un punto importante; como precaución necesaria para evitar un error referente a la estimación histórica.
Siempre cabría pensar que la renuncia a la lucha y la práctica del entreguismo no serían sino un error de táctica. Cometido por una Pastoral y una Jerarquía católica bastante ingenuas, si bien, al fin y a la postre, animadas por la mejor buena voluntad. Debe tenerse en cuenta que el entreguismo suele disimularse mediante la utilización de variadas artimañas. Una de ellas, que suele ser la más corriente de todas, consiste en utilizar eslóganes que, además de sonar bien, poseen extraordinaria aptitud para confundir a los ingenuos: la conveniencia del diálogo y la tolerancia ante la necesidad de la unidad, el reconocimiento de la verdad del otro, la consideración de los cambios según las circunstancias históricas…, y muchos más.
Pero incluso aunque se admitiera la verdad de tales proclamas, es evidente la presencia de métodos y de procedimientos, no ya ajenos, sino contrarios a los contenidos del Evangelio y al didactismo propio de Jesucristo: como puede comprobarse en los textos citados y en los que aún han de verse más adelante. Lo que no deja de ser un motivo grave de preocupación.
Parece lógico pensar que el precepto de Jesús a sus discípulos de enseñar todo cuanto os he mandado (Mt 28:20) habría de incluir también el modo de hacerlo. Más aún cuando, como todo el mundo sabe, el método puede afectar al contenido de la enseñanza. La realidad muestra cada día que, lejos de tratarse de un mero modo de hablar sin consecuencias, el método empleado supone ya una toma de posiciones bien capaces de adulterar la doctrina.
Hubo alguien que inventó la expresión lenguaje episcopal, con ironía no exenta de malicia, para referirse al arte de hablar sin comprometerse o sin decir nada. Desgraciadamente existen razones que avalan, en no pocos casos, la justicia de esa mordacidad. El principal rasgo distintivo de la nueva Pastoral se caracteriza por la renuncia a la lucha, con el laudable fin de practicar la política de la mano tendida. Su filosofía práctica podría concretarse en un ideario semejante a cosas como éstas: No hay que ofender a nadie. Sobre todo, no hay que molestar a los media, al Gobierno de turno, al Sistema en general o a cualquiera de quien puedan derivarse consecuencias negativas para quien habla. Tampoco hay que olvidar la necesidad de respetar la verdad de cada uno. Desafortunada expresión esta última que nos introduce en el capítulo de las filosofías existencialistas y personalistas, cuyo resultado final es siempre el de acabar negando la verdad absoluta y consiguientemente a Dios.
Dando de lado al aspecto subjetivo de la cuestión, acerca del cual ya hemos hablado más arriba, no parece necesario insistir en que el método didáctico pedagógico de Jesucristo no va por esos caminos. Acabamos de verlo en las expresiones utilizadas por el Maestro; las mismas que algunos no dudarán en calificar como excesivamente fuertes, matiegas, ásperas y desproporcionadas.
Como vamos a ver enseguida, lo que se desprende con claridad de ciertas expresiones de Jesucristo, al parecer demasiado duras, no es sino el hecho de que está hablando en serio; puesto que el tema, dada su transcendencia, así lo requiere. Ni el Evangelio es una broma, ni el modo de vida que preconiza es una futilidad. Ni mucho menos es el Cristianismo, como parece que piensan algunos, un negocio o forma de vivir (1 Tim 6:5) de la que procuran sacar partido. De todo lo cual se sigue que la superficialidad, por otra parte el más leve de los pecados a identificar de lo que corresponden a este tema, está reñida con la existencia cristiana (Mt 11:12):
El Reino de los Cielos sufre violencia, y solamente los violentos son los que lo arrebatan.
De nuevo lo insólito y lo inesperado. Jesucristo hablando de violencia…, y además para decir que es necesaria si se quiere entrar en el Reino de los Cielos. Se va engrosando, de forma alarmante, la lista de palabras y expresiones que la moderna Pastoral rechazaría como execrables tabúes. Y siendo el vocablo violencia precisamente uno de los más demonizados, su empleo indiscriminado —o incluso discriminado— es muy capaz de provocar un escándalo sin precedentes. Y aquí no vale acudir al recurso de la metáfora. Se interprete como se interprete, es evidente que Jesucristo se refiere a una situación de fuerza que, si bien se supone moral en primer término, tampoco excluya la física: Quienes deseen vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución (2 Tim 3:12).
Quienes deseen ver serenamente las cosas y tengan por norma utilizar el sentido común, no necesitan ser advertidos de que Jesucristo no preconiza la violencia, sino que simplemente habla en serio. Previene a quienes deseen seguirle que la empresa a realizar, no solamente está lejos de ser una nimiedad, sino que queda reservada para los arriesgados que posean corazón y se sientan capacitados para amar. Al fin y al cabo, amar es la empresa de las empresas y la aventura de las aventuras, en cuanto que es justamente aquello para lo cual el hombre fue creado.
Personalmente tuve ocasión de visitar, no hace demasiado tiempo, una exposición de pintura organizada por la ONG Manos Unidas con el fin, según rezaban los carteles que adornaban las paredes y los folletos que yacían sobre algunas mesas, de promocionar una recaudación de fondos (algo inusual en las ONG’s) en otra de las denominadas Campañas contra el Hambre. Después de contemplar con asombro la estupidez humana, plasmada en esta ocasión en los ridículos cuadros futuristas que allí se mostraban, me dispuse a leer algunos de los numerosos folletos y eslóganes que aparecían esparcidos por paredes y mesas. La mayoría, o en realidad casi todos, eran tópicos elaborados sobre base de utopías, o si se prefiere, se trataba de utopías redactadas sobre base de tópicos. Se repartían el temario, mitad por mitad, entre el pacifismo y el hambre en el mundo. Uno de ellos rezaba así: Si quieres la paz, evita la violencia. Un lema al parecer muy apropiado, que a muchos suena agradablemente, y que a mí me dio ocasión de recordar, como por contraste, una de las sentencias profesadas como moneda corriente por los antiguos Romanos: Si vis pacem, para bellum (si quieres la paz, prepara la guerra). ¿Con cuál de los dos quedarse…? Por supuesto que la mera pregunta sería suficiente para escandalizar a muchos, puestos ante la necesidad de hacer una opción. En cuanto a mí, siempre he pensado que preparar la guerra, si es que se desea sinceramente la paz, no parece tan descabellado. Desde luego es cosa que parece contener mucho más sentido común y práctico que la consabida cantinela de evitar la violencia. Por lo demás, el adagio romano goza de la ventaja, sobre los actuales eslóganes de las ONG’s, de estar fundamentado en la realidad y de ser, por lo tanto, más verdadero. Se quiera o no se quiera. Dado que el pacifismo no es más que una utopía y un medio de seducir a los ingenuos…, aparte de un buen instrumento para obtener dinero.
Y aún cabe hacer otra advertencia. Pues no faltarán gentes sencillas, o dotadas quizá de buenas dosis de candor, para quienes los susodichos eslóganes y tópicos son ingenuidades de buena voluntad. Lo cual anda lejos de ser verdad. Se trata más bien de un material extraordinariamente realista, como saben muy bien quienes lo utilizan, en el sentido de que, como hemos dicho son un medio eficaz de obtener dinero, acerca del cual nadie pide cuentas y cuyo empleo permanece casi siempre en el arcano del misterio.
Indudablemente es contrario a la verdad, además de absurdo, suponer en Jesucristo la voluntad de enfrentar a los padres contra los hijos, o viceversa. Y lo mismo puede decirse en cuanto a que se mostrara partidario de la guerra o de la violencia.
Ha de tenerse en cuenta que Jesucristo se está refiriendo en esos textos claramente al amor. Al amor a Dios y a la voluntad de seguirlo a Él por amor. Y puesto que el Amor es lo más elevado y sublime que existe en el Universo, aquello por y para lo que el hombre ha sido creado, y junto con él todas las cosas —Una sola cosa es necesaria; y María ha escogido la mejor parte (Lc 10:42)—, existen razones más que suficientes para entender sus palabras. Ante lo decisivo del tema, Jesucristo utiliza el lenguaje apropiado para hacer comprender su importancia. Y es que, efectivamente, el Amor es lo más fundamental y lo único necesario: El Amor, que mueve al Sol y a las otras estrellas (Dante, La Divina Comedia, Paraíso, final).
El lenguaje fuerte está sobradamente justificado en este caso, dada la importancia del tema. En los juicios de pensamiento de los que puede depender todo, incluidas la vida y la muerte, es necesario valerse de un lenguaje especial, ordinariamente metafórico y hasta hiperbólico, pero que todo el mundo entiende en los términos adecuados. Es la forma humana normal y universal de hablar y utilizada con abundante frecuencia, como puede comprobarse en su uso por los mismos textos evangélicos: Si tu mano o tu pie te escandaliza, cortátelo… (Mt 18:8) Quien escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valía que le ataran al cuello una rueda de molino y lo arrojaran a lo profundo del mar (Mt 18:6).
Y Jesucristo se está refiriendo claramente al amor. Todo lo que a él se refiera es acreedor a cualquier apelativo por exagerado que pueda parecer, con tal de que contribuya a hacer valer su carácter esencial y fundamental. Ni existe nada que se le pueda comparar ni tampoco es posible evaluarlo a la medida humana (Ca 8: 6–7):
Que es fuerte el amor como la muerte y son como el sepulcro duros los celos. Son sus dardos saetas encendidas, son llamas de Yavé. No pueden aguas copiosas extinguirlo ni arrastrarlo los ríos. Si uno ofreciera por el amor toda su hacienda sería despreciado.
El amor es incompatible con el vacilante sí y no, e incapaz de comprender lo que el Mundo suele entender por medias tintas. Por lo que no admite otra cosa que no sea el todo o nada, como también puede comprobarse en los textos escriturísticos. Uno a quien Jesús invitó a seguirle estaba dispuesto a hacerlo, aunque pidió ir primero a enterrar a su padre muerto: Deja a los muertos enterrar a sus muertos, le respondió Jesús; tú vete a anunciar el Reino de Dios (Lc 9:60). E igualmente le respondió a otro que quería ir primero a despedirse de su familia: Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios (Lc 9:62).
Si la Teología y la Pastoral moderna utilizan un lenguaje suave, a menudo equívoco, repleto de eufemismos y siempre con el complejo de no herir y de no molestar, es debido a la degradación a la que ha sido sometido el concepto del amor. A la pretendida Iglesia Universal creada por el hombre, tal como la preconiza la Masonería, le corresponde un lenguaje apropiado, puramente terreno, anodino y a distancia infinita del celestial: El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla (Jn 3:31).
Ya hemos dicho, parafraseando el Libro de Job, que la vida del hombre sobre la tierra es lucha y combate continuos. Pero la palabra combate posee también el significado de certamen, o de competición.
Tomado el vocablo en el sentido de lucha o de combate, refleja efectivamente la situación del hombre sobre la tierra como resultado de un desgraciado accidente, aunque voluntariamente buscado: el pecado; el cual le aporta su nueva condición de naturaleza caída. Pero tomado en su sentido de competición, es lícito concluir que el concepto corresponde al ser humano como algo propio y consecuente con su naturaleza creada.
Para comprenderlo, basta con recordar que el hombre ha sido creado por el Amor y para el Amor (con mayúscula el primero y con mayúscula o minúscula el segundo). O dicho de manera más clara, ha sido hecho por Dios para amar y para ser amado.
Pero el amor creado posee otra nota esencial, cual es la de configurarse como torneo o competición. A saber: dos contendientes —los dos amantes— luchan o compiten entre sí para decidir cuál de ellos le entrega más al otro (Ca 2:4):
Y la bandera que ha alzado contra mí es bandera de amor.
Esta contienda entre dos que se aman —en el caso del amor divino–humano, Dios y el hombre— no es una cuestión alegórica o figurativa, sino absolutamente real. De otro modo tampoco sería real el elemento puesto aquí en juego, que no es otro que el amor. Un misterioso episodio del Libro del Génesis narra la lucha de Jacob con Dios:
Un hombre estuvo luchando con él [con Jacob] hasta rayar el alba; y al ver aquel hombre que no le podía, le alcanzó en la articulación del muslo; y se dislocó a Jacob la articulación del muslo en su lucha con él. Y le dijo el hombre: “Suéltame, pues va a rayar el alba”. Le contestó: “No te soltaré hasta que me bendigas”. Entonces le preguntó: “¿Cómo te llamas?” Respondió: “Jacob”. Le dijo: “Ya no te llamarás más Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con hombres y has vencido”. Jacob le preguntó: “Por favor, dime tu nombre”. Le contestó: “¿Por qué preguntas mi nombre?” Y le bendijo allí mismo. Jacob puso a aquel lugar el nombre de Penuel, porque se dijo: “He visto a Dios cara a cara y conservo la vida”.
La narración (Ge 32: 25–31) concibe a Dios en sentido antropológico. Pero, aparte de que el mismo texto acaba reconociéndolo expresamente, toda la Tradición ha identificado unánimemente a Dios con esta figura.
Sea cual fuere la interpretación que se atribuya al texto, es evidente que se refiere a unas relaciones reales enmarcadas en una intrigante contienda entre Dios y el hombre. Donde la clave se encuentra seguramente en el sentido que se le atribuya aquí al concepto de contienda.
Lo primero que llama la atención, como cosa notable en este fragmento del Génesis, es el hecho de que Dios se ponga a la altura del hombre y además que resulte vencido. Por mucho antropomorfismo que se quiera suponer aquí, es evidente que es el hombre quien prevalece. De donde parece desprenderse que, por lo que hace a la contienda de la que aquí se habla, lejos de hacerse referencia a algún tipo de metáfora o alegoría, se está apuntando hacia algo real.
El Nuevo Testamento aporta luz sobre el problema. Al fin y al cabo supone, con respecto al Antiguo, la revelación definitiva del amor de Dios al hombre. La parábola de los talentos (Mt 25: 14–30) y la de las minas (Lc 19: 11–27) son expresivas con respecto a este tema, y hasta sorprendentes.
De ellas se desprende que el hombre es capaz de devolverle a Dios, no solamente una cantidad equivalente a los bienes que ha recibido de Él, sino que incluso es capaz de doblarlos. Como puede verse, la Escritura nos presenta aquí una situación que lógicamente debe ser susceptible de alguna explicación. Que será plenamente inteligible al entendimiento divino y comprensible, de alguna manera al menos aunque no en toda su profundidad, para la inteligencia humana.
Se trata de situaciones que ocurren entre dos —en este caso Dios y el hombre— y en las que algo en litigio se halla puesto en juego. Sin duda porque existe entre ambos una cierta y previa relación de oposición, por más que sea peculiar. Pero donde la contienda es tan real como para poder afirmar que el hombre es capaz de salir de ella victorioso.
A fin de arrojar alguna luz sobre el problema, hasta donde sea posible, conviene recordar que Dios ha querido establecer con el hombre verdaderas relaciones de amor. Por lo que los elementos necesarios para configurarlas habrán de ser también reales y auténticos. Pues Dios ama de verdad y ha querido ser amado por el hombre también de verdad. Y de ahí la necesidad, respetada por Dios desde el momento en que ha deseado tal amor, de ser fiel a las reglas del juego. Si quería ver a su creatura realmente enamorada de Él, necesariamente había de arriesgarse y jugar en serio. Ahora bien, es evidente que el sentido más propio atribuible a las reglas del juego no es otro que el de respetar la naturaleza de las cosas. En definitiva, pura Lógica. Y Dios es infinitamente lógico, puesto que es la Verdad Infinita.
Por lo tanto, cuando se trata del juego del amor, es necesario guardar las reglas propias del amor. Luego, o bien se configura con todos sus ingredientes, que no son sino las cualidades que le son esenciales, o no puede haber amor en modo alguno. Y una de las reglas importantes, de las que imponen la pauta en este tema, es la que establece la necesidad de que los amantes se encuentren en situación de igualdad cada uno con respecto al otro. Puesto que todo lo que es del uno es también del otro. Como dice la esposa del Cantar (Ca 2:16; 6:3):
Mi amado es para mí y yo soy para mi amado.
Para que un combate o certamen pueda considerarse justo, que es lo mismo que decir verdadero, es preciso que ambos contendientes se encuentren en condiciones en las que no existan ventajas para ninguno de ellos. De otro modo ya no se trataría de una verdadera contienda, sino todo lo más de una exhibición. Efectivamente, si la contienda no se lleva a cabo en condiciones equilibradas entre ambos oponentes, sin ventaja a favor o para ninguno de ellos, no puede decirse que sea justa; ni puede considerarse, por lo tanto, como verdadera contienda.
Pero Dios deseaba ser amado de verdad por el hombre. Lo que significaría que éste habría de amar a la manera humana, que es su forma propia de amar aunque en este caso elevada además por la gracia. Pero, de todos modos, el hombre habría de hacerlo a la manera humana, ya que de otra forma no existiría entre Dios y él una verdadera relación de amor. Cada cosa, en efecto, ha de obrar según su naturaleza, aunque en este caso se vea elevada a sobrenaturaleza. Pero tal elevación, actuada por la gracia, ni destruye, ni disminuye, ni prescinde de la naturaleza; sino que la purifica, la potencia y la eleva. Y una naturaleza potenciada no deja de ser naturaleza.
Y el amor, como venimos diciendo, es una contienda. De donde he ahí otro de los motivos de la Encarnación: si Dios quería medirse con el hombre en el combate del amor, y en condiciones justas, que es lo mismo que decir verdaderas, para que la competición sea real…, entonces tenía que hacerse Hombre.
El Nuevo Testamento aborda el problema de forma más explícita. Del Antiguo aún se podría deducir una teoría general sobre el amor; aunque difícilmente, o quizá en modo alguno, la del auténtico amor divino–humano, pues todavía no había aparecido el Dios hecho Hombre en Jesucristo. Pero ahora es el mismo Jesucristo quien, exponiendo previamente un planteamiento general de la situación, pone las cosas en su lugar y da paso a la única posibilidad de que el amor divino–humano sea una realidad (Jn 15:15):
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer.
Donde queda claro que Dios no desea mantener con el hombre simples relaciones de señor a siervo, sino de amigo a amigo. Y por lo tanto, de absoluta intimidad y cariño. Pues sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13:1). Así que los amó hasta el fin… Definitivamente, ahora es cuando las cartas están sobre la mesa y a falta solamente de que comience el juego.
Uno de los acontecimientos de la Última Cena, del que no suele extraerse todo su profundo significado, está contenido en el texto del Evangelio de San Juan (13: 1–15) en el que se narra el lavatorio de pies que el Maestro hizo a los discípulos durante la Última Cena. El fragmento es interpretado ordinariamente como un gesto de humildad por parte de Jesucristo. Lo que no deja de ser cierto, con tal que no se olvide que la Palabra de Dios, contenida en los textos revelados, es viva y eficaz (Heb 4:12); y que habiendo sido pronunciada para todos los hombres, de todos los lugares y de todas las épocas, es susceptible de ser interpretada en profundidades que nunca llegan a agotarse. El momento culminante de esta escena es seguramente aquél en el que San Pedro, por considerarse indigno y en un plano tan inferior al de su Maestro, se niega a que Éste le lave los pies. Ante lo cual Jesús lo amonesta con tono terminante: Si no te lavo, no tendrás parte conmigo. Llegados a este punto, quizá sería posible creer que la negativa de Pedro ante el gesto de su Maestro, concebida como acto de humildad que concluye en una situación de cariñosa rebeldía, es una explicación suficiente. Al mismo tiempo que Jesucristo pretendería mostrar su amor y su humildad a sus discípulos e indicarles un modo de proceder: Si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies…
Pero como suele suceder en los textos evangélicos que se refieren directamente a Jesucristo, las últimas razones que motivan sus palabras o su comportamiento pueden ser más profundas. Jesús, que los había amado hasta el fin (13:1), deseaba consecuentemente ponerse al nivel de sus discípulos. Lo que era incluso necesario si quería ser correspondido del mismo modo. Pues si bien la condición personal de los amantes sigue siendo la propia de cada uno de ellos, puesto que la relación amorosa requiere como esencial el yo de cada uno, es lo cierto que el amor coloca a ambos en una situación como del mismo nivel. Lo cual parece normal cuando se considera que en el amor todo lo que es de uno es también del otro (Ca 2:16; 6:3):
Mi amado es para mí y yo soy para mi amado.
La esposa, por su parte, habla de su intimidad con el Esposo. Aunque de tal modo, sin embargo, que parece suponer que cualquier especie de desigualdad, en cuando a la dignidad del uno y del otro, quedaría como borrada, si no al menos olvidada (Ca 2:6; cf 8:3):
Reposa su izquierda bajo mi cabeza y con su diestra me abraza amoroso.
A esto se oponía el apóstol Pedro; con buena intención pero equivocadamente, y de ahí la seria advertencia que recibe de Jesucristo: Si no te lavo, no tendrás parte conmigo. En la que no hay que ver una simple recriminación dirigida al discípulo, sino un apercibimiento para hacerle comprender que, en ese caso, no podrá tener parte con su Maestro. No se trata pues de un reproche ante la negativa de San Pedro, sino de una amonestación fundada en la necesidad que impone la naturaleza de las cosas: si no hay situación de equiparada condición, no puede haber relación de amor.
Alguien podría pensar que el acto de humildad de Jesucristo ante sus discípulos excede lo normal, hasta parecer excesivo. Tan desmesurado, e incluso exagerado si se quiere, que más bien podría considerarse una humillación.
Y es verdad que podría considerarse un acto exagerado. Si por exagerado se entendiera aquí lo que excede de lo normal y traspasa los límites de lo razonable. Pero eso debiera calificarse mejor como desmesurado, con tal que el adjetivo se entienda en el sentido de que sobrepasa a las mezquinas y limitadas medidas humanas. Explicable cuando se tiene en cuenta la distancia infinita que media de la Persona del Maestro a la de su discípulo. Quizá es lo que quiso expresar San Pablo cuando dijo que el Verbo se anonadó a Sí mismo (Flp 2:7), o que se hizo la nada en favor de los hombres. Siendo la distancia de Dios a sus creaturas infinita, y absolutamente inconmensurable por lo tanto, es razonable afirmar [el aparente despropósito de] que el Ser Infinito se hizo la Nada. El hecho de que Dios quisiera hacer partícipe al hombre de su propia naturaleza, de entregarle y recibir su amor, y de convertirlo en hijo, amigo íntimo y contertulio suyo, supone algo que resulta inconcebible para la creatura. Pero suficiente para que Dios haya querido estar tan próximo a ella como para hacerse semejante a ella e incluso igual a ella: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
El problema que aquí se suscita es la aparente antinomia de que Dios haya decidido entablar un a modo de torneo o contienda, como de igual a igual, entre Él y su creatura. Y lo que es más extraño de todo, que le otorgue a ella la posibilidad de vencerlo.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Dios no gusta de actuar con elementos a la manera de entelequias; ni de conceder dones que no responden a otra realidad que la propia de un lenguaje metafórico o figurado. Si le otorga al hombre el don de competir con Él y de colocarse en plano de igualdad, tal gracia supone una condescendencia de significado real. Y por ser real, se entiende que el hombre goza efectivamente de la posibilidad de vencer.
Sucede que la posibilidad por parte del hombre de vencer en la contienda amorosa con Dios es, por supuesto y como ya hemos sugerido, obra de la gracia. La cual otorga siempre dones que son reales; y en modo alguno cosas que acabarían resolviéndose en puras logomaquias. Según lo cual, en último término todo es don de Dios. En éste concretamente del que estamos hablando, pueden suceder dos cosas: o bien que sea Dios el vencedor en la contienda, en cuyo caso estamos igualmente ante un inefable despliegue de la gracia; o bien que sea el hombre quien obtenga el triunfo, de tal manera que entonces nos encontraríamos ante una magnánima e increíble actualización… también de las maravillas de la gracia. Al final de todo, quedaría en pie lo que decía Bernanos en su famosa novela, por boca del Cura Rural: Todo es gracia. Con lo cual aparece como evidente que la gracia es inefable.
Queda por explicar lo que parece inexplicable: la posibilidad de que Dios sea vencido por el hombre en la justa del amor. Ante lo cual hay que adelantar que, efectivamente, todo indica que estamos ante algo bastante difícil de entender. En todo caso, a falta de una explicación exhaustiva, quizá sea posible hallar indicios capaces de aportar alguna respuesta a la curiosidad del entendimiento humano. Es evidente que para intentar siquiera una a modo de explicación, habría que introducirse en el estudio de los misterios de la Teología Mística, sin olvidarse tampoco de profundizar en los insondables secretos de la oración contemplativa. Todo lo cual nos enfrentaría a la posibilidad de llegar a saber bien poca cosa, y hasta seguramente nada en absoluto.
A lo que hay que añadir que el lenguaje aquí utilizado alude a realidades y no a ensoñaciones, como ya hemos dicho más arriba. El cual debe ser manejado además con extrema precaución. Puesto que, si bien responde a la realidad, no siempre deberá ser interpretado según los modos ordinarios de entender y expresarse el ser humano. Nos hallamos dentro del ámbito de los misterios sobrenaturales —en realidad ante el mayor de todos los misterios, cual es el del Amor—, el cual es inaccesible para el hombre, salvo en capas de intelección que no pasan de superficiales. Será, pues, necesario caminar como sobre carbones encendidos, con el escrupuloso cuidado de evitar numerosos obstáculos, a saber: teniendo en cuenta la analogía, por ejemplo; sin olvidar la precaución de evitar cualesquiera indicios de antropomorfismos, de teomorfismos, u otros intentos de trasponer indebidamente a lo sobrenatural realidades y expresiones que pertenecen a lo natural y cotidiano.
Ante todo debe quedar claro que no puede ser objeto de discusión el hecho de que, siendo Dios el Amor Infinito, nadie puede pretender amar más que él.
Establecido lo cual, hay que insistir en la pregunta: ¿cómo es posible entonces que pueda hablarse de contienda en la relación amorosa divino–humana?
Puesto que Dios es el Ser Infinito, se identifica con el Amor Infinito, o Amor Esencial (1 Jn 4:8). Pero el Amor Infinito, o sencillamente el Amor, es un pozo abismal sin fondo ante el que el hombre no puede hacer otra cosa que asomarse al brocal. Es imposible para el ser humano llegar a comprender el grado de profunda liberalidad con que la Infinita Magnificencia es capaz de volcarse en su creatura. Sucede sin embargo que, al obrar de ese modo, Dios no hace sino manifestar su grandeza prodigando su generosidad hasta el infinito, o en todo caso, hasta donde es capaz de ser recibida por la creatura. Utilizando un modo de hablar a lo humano, podría decirse que la munificencia divina se actualiza aún más al realizarse en las creaturas. Sería lícito tildar de imprudente al hombre que, osando fijar límites al Amor, intentara determinar hasta dónde es capaz y hasta dónde no es capaz de llegar el Amor Infinito.
Si se admite que Dios ha deseado que su relación amorosa con el hombre se configure bajo la forma de justa o torneo, es de suponer que habrán de darse las condiciones necesarias para que pueda ser calificado el combate como auténtico y justo.
Para lo cual es preciso que ambos contendientes —Dios y el hombre— se encuentren equiparados en igualdad de condiciones. Deponiendo lo que podría suponer ventaja para cualquiera de ellos, tal como exigen las reglas a guardar en la liza entre nobles competidores. Domo decía el Apóstol San Pablo, tampoco el atleta consigue el triunfo si no ha competido reglamentariamente (2 Tim 2:5).
Pero en este caso concreto, el hombre no podía colocarse a la altura y conforme a la situación de Dios. De donde era preciso, por lo tanto, que Dios descendiera hasta el nivel y condición del hombre. De este modo se hace posible comprender que las dificultades para entender esta situación —la de una justa de amor entre Dios y el hombre— no son diferentes, en el fondo, de las surgidas para aceptar el misterio de la Encarnación.
Que Dios ha querido hacer del hombre su partner, que es como decir su compañero, su amigo, su socio y, por lo tanto, su competidor y agonista en la relación de amor a llevar a cabo con Él, es fácil de admitir si se acepta el hecho revelado de que, efectivamente ha querido hacerlo amigo suyo (Jn 15: 14–15), hijo suyo (1 Jn 3: 1–2) y hasta partícipe de su divina naturaleza (2 Pe 1:4). Y por supuesto que es más fácil comprender lo primero que lo segundo. Si Dios ha elevado al hombre a la categoría de verdadero hijo suyo, ¿por qué no admitir que lo ha aceptado como antagonista en la competición de amor que libran los amantes (en este caso ellos mismos)?
La condición de equiparación a nivel de igualdad entre Dios y el hombre está claramente atestiguada por la Escritura. El texto fundamental y más importante está contenido en el Prólogo del Evangelio de San Juan: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1:14).
El primero de los dos hemistiquios —El Verbo se hizo carne— se lee sin dificultad en sentido propio. En cuanto al segundo —Y habitó entre nosotros— es más susceptible de ser interpretado en sentido blando, a saber: según la significación literal y somera de que vivió en medio de nosotros. Sin embargo, todo parece indicar que el texto debe ser leído igualmente en sentido fuerte, puesto que es evidente su intención de subrayar que el Verbo se hizo uno de nosotros, exactamente lo mismo que afirma la primera parte del verso.
Pero no parece necesario insistir en un tema sobre el que abundan los textos de la Escritura. Desde el se anonadó a sí mismo, de Flp 2:7, hasta otros también interesantes para el tema que nos ocupa. Como el que pone en boca de Jesucristo la seguridad de que, quienes le otorguen su confianza, harán cosas mayores de las que Él hizo: En verdad, en verdad os digo (atención a este énfasis inicial); el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas, porque yo voy al Padre (Jn 14:12). O el que contiene la emocionada y consoladora promesa anunciada también en el Sermón de despedida: Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros (Jn 14:3).
Como puede verse, el desafío amoroso en igualdad de condiciones, que incluso puede acabar en ventaja para el hombre, no es un tema extraño a la Sagrada Escritura.
Nos encontramos, por lo tanto, ante una justa amorosa entre Dios y el hombre, tal como hemos afirmado repetidamente. Aunque también hemos dicho que el amor es un insondable abismo de misterio. Si ya al hombre le resulta difícil penetrar en la realidad del amor creado o participado, ¿qué decir acerca de sus posibilidades de entender cuando se enfrenta a las profundidades del Amor Infinito? Además, el hombre es incapaz de explicar —por la sencilla razón de que nunca ha llegado a comprenderla— la atracción misteriosa que la Grandeza experimenta ante la Pequeñez, la Infinitud ante lo finito, el Ser por Esencia ante el ser creado, la Magnanimidad ante la impotencia y el desvalimiento, la Suma Santidad ante la debilidad y la flaqueza. Pues es evidente que a Dios le seducen los humildes: En aquel momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Lc 10:21). Por lo que nada tiene de extraño que, según aseguran algunos teólogos, Dios adelantara el momento de la Encarnación al sentirse fascinado por la humildad y pureza de la Virgen de Nazaret. En cuanto a la afirmación acerca del gozo experimentado por Jesucristo al pronunciar su entusiasmada exclamación, según se contiene en el texto de San Lucas, no está dicha como de paso o como detalle coyuntural, sino que es la demostración de lo que venimos diciendo. El desbordante regocijo del que se habla es el resultado de la seducción experimentada por el Creador ante la pequeñez y debilidad de su creatura. Un regocijo acerca del cual y por el cual también Jesucristo se siente en total sintonía con el Padre.
Después de todo lo dicho aún queda por abordar el más difícil aspecto del problema: ¿Acaso es posible, puesto que parece contradictorio, que el hombre resulte vencedor en el torneo de amor emprendido entre Dios y él? La decisión por la afirmativa, con el apoyo de textos como el de la parábola de los talentos o la de las minas, sin insistir más en el tema y pasando como de largo, sería cosa demasiado sencilla. Pero, dado que el entendimiento no iba a quedar satisfecho, será preciso esbozar una explicación; si resulta posible y hasta donde sea posible.
Ante todo debe quedar claro, aunque no sea necesario decirlo, que el Amor Infinito no puede ser superado en intensidad de amor por creatura alguna. Afirmar otra cosa sería contradictorio además de absurdo, y nadie iba a estar dispuesto a sostenerlo.
En cuyo caso, si todavía se insiste en configurar la relación amorosa divino–humana como torneo o justa de amor, con la posibilidad de que el hombre resulte vencedor, habrá que tratar de buscar una explicación. Ahora bien, ¿existe esa explicación…?
Por supuesto que los juicios o decisiones de Dios son absolutamente inmutables desde toda la eternidad. Una verdad de fe que hasta la misma razón humana puede fácilmente comprender. Pero es que las decisiones de Dios, acerca de casos y ocasiones en los cuales, según la magnificencia de su Gracia, ha dispuesto permitir que la voluntad del hombre prevalezca sobre la suya propia, son también igualmente “desde toda la eternidad”. Son circunstancias en las que la infinita Liberalidad divina va a otorgar a la voluntad del hombre la posibilidad de quebrantar e imponerse a la divina. Es verdad que si alguien, en un acto de condescendencia, se dejara derrotar por amor, cabría la posibilidad de pensar que, en último término, tanto el resultado como el mismo combate estarían próximos a la ficción.
Lo cual puede ser cierto por lo que respecta a las creaturas, pero en modo alguno en el caso de Dios. Cuyos dones, siempre otorgados por la gracia, son absolutamente reales y alejados, por lo tanto, de cualquier elemento de fantasía o de figuración. Si Dios otorga la facultad de que, en un determinado caso, la voluntad humana prevalezca sobre la suya propia, tal dádiva nada tiene que ver con la ficción. La voluntad y la palabra de Dios hacen lo que dicen, sin más: La palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión (Is 55:11).
Por otra parte, la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, contiene ejemplos que ratifican la verdad de lo que venimos diciendo.
Durante el período de la Ley Antigua, son bien conocidos los casos en los que Moisés anuló la voluntad de Dios de castigar al Pueblo judío.
Con respecto al Nuevo Testamento, nos limitaremos a citar dos ejemplos característicos.
El primero, y quizá más importante, se refiere a la narración del episodio de las bodas de Caná, contenida en el Evangelio de San Juan (2: 1–12). Según cuenta el Evangelista, la Virgen María, que había sido invitada al banquete nupcial junto con su Hijo, intercede por los novios ante el apuro en el que se encontraban. Se había agotado el vino y la Madre, que se había dado cuenta y movida seguramente por la compasión, se lo hace saber discretamente al Hijo. El cual le responde, no sin cierta displicencia, que el problema nada tiene que ver con ellos: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora. Cariñosa increpación a la que, por cierto, la Madre no hace ningún caso para, en lugar de eso, dar instrucciones a los sirvientes a fin de que hagan lo que Jesús les diga. Con el feliz resultado conocido y que está detallado en la narración.
El otro episodio se refiere al caso, narrado por San Mateo, de la mujer cananea (15: 21–28), y es aún más sorprendente, si cabe, que el anterior. El Maestro se niega a secundar su petición y le responde con palabras que no dejan de contener cierta acritud y dureza. Después de afirmar que personalmente solamente ha sido enviado a la Casa de Israel y no a los extranjeros, le dice a la mujer: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Pero, a su vez, la respuesta de la forastera es una asombrosa muestra de ingenio, de humildad y de amoroso afecto: Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Ante lo cual la reacción del Señor, quebrantando su propia voluntad, es tan conmovedora como explicable en un Corazón como el suyo.
La doctrina sobre los Santos como intercesores, de tan profunda raigambre en la Iglesia desde sus mismos orígenes, abunda sobre este tema. El Pueblo Cristiano siempre profesó honda devoción a estos campeones de Cristo, a quienes consideraba como modelos a imitar y como poderosos abogados ante Dios en su favor. Los Santos eran valedores para alcanzar bienes en favor de los que todavía militan en la tierra, así como también para conseguir anular decretos de Dios en castigo por los pecados. Por desgracia, con motivo seguramente de la torrencial lluvia de Santos, caída sobre la Iglesia después del Concilio Vaticano II, la devoción a los Santos es una más de las perlas que ha perdido el tesoro de las devociones populares.
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